Pero un día, le fue presentado a Cortés un tributo bien
distinto: un obsequio de veinte esclavas llegó hasta el
campamento español y entre ellas, Cortés escogió a una.
Descrita por el cronista de la expedición, Bernal
Díaz del Castillo, como mujer de “buen parecer y
entremetida y desenvuelta”, el nombre indígena de
esta mujer era Malintzin, indicativo de que había
nacido bajo signos de contienda y desventura. Sus
padres la vendieron como esclava; los españoles
la llamaron doña Marina, pero su pueblo la llamó la
Malinche, la mujer del conquistador, la traidora a los
indios. Pero con cualquiera de estos nombres, la mujer
conoció un extraordinario destino. Se convirtió en “mi
lengua”, pues Cortés la hizo su intérprete y amante, la
lengua que habría de guiarle a lo largo y alto del Imperio
azteca, demostrando que algo estaba podrido en el reino
de Moctezuma, que en efecto existía gran descontento y
que el Imperio tenía pies de barro.
FUENTES, C. El espejo enterrado. Ciudad de México: FCE, 1992 (fragmento).